El cardenal Stefan Wyszynski, gran protector del sacerdote -luego obispo- Karol Wojtyla, íntimo amigo en su época de cardenalato, y cuya influencia en el cónclave de su posterior elección como Papa Juan Pablo II es más que notoria y conocida, narra en su diario que cierta noche, en la que la amargura y los sufrimientos que padecía le conducían a la desesperanza -por su fidelidad al Señor había sufrido consecutivamente la terrible experiencia de campos de concentración, primero soviético y ahora nazi-, sólo encontraba calma y le devolvía la paz la contemplación de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruzperdonando a quienes -sin saber lo que hacían- le habían conducido al suplicio. Y esa noche escribió: “Hoy he comprendido que los hombres se dividen en dos grupos: los que son mis hermanos y los que todavía no saben que lo son”.

En el evangelio de hoy continúa Jesús presentándonos un programa de vida que conduce a la auténtica felicidad, pero que es radical y en notorio contraste con las realidades humanas cotidianas. Frente a la justicia medida del “ojo por ojo…”, invita al perdón, al olvido, a la entrega, a la donación… para concluir con esa lapidaria frase que no puede dejarnos indiferentes: “Yo, en cambio, os digo: ¡amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen!”. Y la razón es evidente: no nos llama Dios a la mera bondad humana, a la superficialidad, a los convencionalismos sentimentaloides de este mundo, a la mediocridad… sino a la santidad y a la perfección: “Seréis santos, porque yo, el Señor, soy santo”, “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.

Se trata de un amor asimétrico: “amar aunque no me amen”. Éste el Amor con que nos ha amado Dios y es el Amor que nos pide hacia el hermano. Recuerdo una frase del gran filósofo Leibniz: “Amar es encontrar en la felicidad del otro tu propia felicidad”. Y cómo no recordar también a San Bernardo: “La medida del amor es amar sin medida”. Lo sabemos por propia experiencia. Entonces… ¿por qué nos cuesta tanto amar?, ¿por qué ponemos tantos reparos y excusas para estar más que disponibles ante el dolor o la necesidad del hermano?

Dicen los maestros de Israel que Dios -asustado al ver dónde podrían acabar las maravillas de la creación con el hombre libre como señor de ellas- decidió el último día crear la Misericordia. Dicen que lo que hay en estos tiempos, inicios del tercer milenio, es una “crisis de identidad” a todos los niveles. Y se discute sobre ¿cuál es la identidad cristiana?, ¿qué nos identifica y. al mismo tiempo. qué nos singulariza? He aquí la identidad cristiana: “¡Amad a vuestros enemigos!”, porque sólo así “seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo”. Los que nacieron de Dios, los que se llaman y son hijos de Dios hacen presente en el mundo la reconciliación, el perdón, la misericordia. Ésta la prueba del algodón para cada uno de nosotros. ¿La pasaríamos?

 

 

Os adjuntamos también las proposiciones pastorales de la semana pasada, que por motivos técnicos no pudimos publicar a tiempo:

VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: ¡PERO YO OS DIGO…!

El evangelio nos sitúa en el corazón del Sermón de la Montaña. Jesús utiliza en su enseñanza un género didáctico muy expresivo: la antítesis. Al “se dijo” contrapone él ahora, y con autoridad, el “yo os digo”. No como oposición sino como interiorización y perfeccionamiento de lo que ya estaba en la Ley. Nos confundimos si pensamos que ser cristiano es cumplir una serie de normas, estar en unas celebraciones, ser miembro o colaborador de no sé cuántas hermandades o asociaciones benéficas, y dedicar unos minutos al día a decirle a Dios -más bien quejarnos ante él- que la vida no nos da las satisfacciones que merecemos. Ser cristiano es mucho más que estar bautizado o decir oraciones. Se trata de vivir como “otro Cristo”, es decir, “tener los sentimientos, las actitudes de Cristo”. El criterio moral no es lo que hacen los otros –“habéis oído que se dijo…”– o lo que está o no penalizado por la ley vigente, sino lo que nos ha enseñado Jesucristo, ese “yo os digo…”, que nos invita a ir a la raíz de nuestras acciones.

Se comenta a menudo por la calle “yo no robo, ni mato, ni hago mal a nadie”; pues yo -Luis- os digo -parafraseando a Jesús- que “todo el que mira con codicia los bienes de este mundo ya es ladrón en su corazón, y quien insulta o desprecia o niega el habla al compañero de trabajo ya lo ha asesinado en el corazón, y quien se desentiende del drama del hombre, de sus crisis, sus vacíos, su hambre o su soledad, será juzgado como responsable”. En un mundo light y de “rebajas” continuas, está claro que esto no se entiende. Como decía hace días una joven actriz católica: “Me dicen que Jesucristo no está de moda. ¡Como si Jesucristo fuese un jersey!”.

Da la impresión de un Jesús rigorista, que no vive en este mundo, que pide el más difícil todavía. Dan ganas de preguntar: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y, sin embargo, no hay nada moralizante ni de exigencia en su enseñanza. Al contrario: es la perspectiva del amor de Dios, que ofrece al hombre la posibilidad de no quedarse en la superficialidad de sus acciones, sino conocer las intenciones de su corazón; es una revisión crítica de nuestras acciones hasta llegar a lo más profundo de las intenciones que mueven nuestra vida. Se trata de una nueva y superior “sabiduría”. Ya Pablo, habiéndola experimentado, escribía a los cristianos de Corinto: “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman”.

El evangelio es siempre un mensaje de ir más allá de lo que da la naturaleza humana, pero no por exigencia o esfuerzo personal -que es imposible- sino como don del mismo Dios, como Gracia. Este ir más allá de las simples fuerzas humanas con la ayuda de la Gracia es lo que conduce a la verdadera libertad. Este dar más de sí de lo que podríamos imaginar se realiza sólo por obra del Espíritu Santo.

 

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