Segundo domingo de Cuaresma. La liturgia nos pide hoy caminar por un sendero estrecho y áspero. Es el camino de la “fe obediente” que le exigió a Abraham rupturas concretas y el dirigirse a metas desconocidas: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré”. Es el camino de la “difícil perseverancia” que exige a Timoteo vencer el desaliento y le pide una generosidad renovada del don de sí: “Toma parte en los duros trabajos del Evangelio según la fuerza de Dios”. Es el camino del “sufrimiento” y la “muerte” que Jesús recorre plenamente consciente, preparando a sus discípulos para que también lo afronten con fortaleza: “…desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho… ser matado y resucitar al tercer día… Si alguno quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame…”.
Éste es el camino que conduce a la verdadera vida, a la gloria auténtica, a la luz sin ocaso. A veces pensamos que el sufrimiento no tiene sentido y que aceptarlo no es más que sadismo o masoquismo; pero cuando -desde la experiencia de la fe- hablamos del sufrimiento, de la contrariedad, del dolor o del fracaso, expresamos el provecho que de él obtenemos. En efecto, el sufrimiento -el camino exigente y la ascesis de vida, la aceptación de la propia debilidad o limitación- además de unirnos al dolor de Cristo, es ocasión de maduración, de conocimiento de la propia realidad, es signo de humanidad, y es motivo de acercamiento al hermano que, junto a nosotros, también camina y se cansa, también sufre y pena, y, tantas veces, sin sentido y sin esperanza.
Los textos de hoy nos conceden pregustar un poco aquel esplendor que los tres privilegiados apóstoles experimentaron en el Tabor, para proseguir con nuevo impulso caminando. La promesa de la bendición divina colmó de esperanza la vida de Abraham; la fuerza de Dios ayudó a Timoteo a obtener la gracia de Cristo para poder difundir el Evangelio con entusiasmo. Ahora, la visión de Jesucristo transfigurado, será memorial para los discípulos cuando llegue la hora de la ignominia, de la persecución y de la cruz; Jesús muestra su gloria, y aparece la shekhînah de Dios (la nube de la presencia) para declarar: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.
¡Vete al monte con Él! ¡Contempla su rostro! ¡Deja que te toque con su amor y te muestre su belleza! ¡Escucha su voz! Haz pausa, un “stop” en el ajetreo diario y las ocupaciones, y busca y lucha por encontrar el Tabor: puede ser una Eucaristía, unos Ejercicios Espirituales, un Retiro, un Cursillo de Cristiandad, un rato de Oración… Con Él puedes pasar de los cálculos egoístas al amor, de la indiferencia a la fraternidad, de la rutina a la novedad. Escucha la voz del Padre que habla desde la nube. Atrévete a creer que esas palabras te las dice hoy a ti: “¡Tú eres mi hijo amado, mi predilecto!”.